Hoy, con el auge de Internet y el MP3, causa sentimientos encontrados recordar que alguna vez pasaron por nuestras manos discos de vinilo y cassettes. Con algunos pocos botoncitos fáciles de usar, selecciona uno rápidamente una canción de entre decenas (o centenas) que caben en el CD, el reproductor de MP3, el celular, la computadora o etc., y provoca hasta gracia recordar que si uno quería escuchar la tercera canción de un larga duración de vinilo (sí, el long play o LP), debía tener el pulso suficiente para levantar con el dedo el brazo con la aguja del tocadiscos y dejarlo aterrizar en los surcos -algo más separados que los demás- que marcaban la frontera entre el segundo y el tercer track. Más dificil con el cassette, había que adelantarlo y retrocederlo varias veces hasta poder hallar el punto exacto en que comenzaba una canción. Y si la cosa era con Walkman, el ahorro de las baterías exigía hacer la operación de Cue o Review con un lapicero Faber Castell de lados facetados, ideal para darle vuelas al cassette hasta hallar el punto adecuado.
Uno de los principales problemas con los vinilos era que el constante rozar del metal con el plástico deterioraba estos, haciendo que su crepitar aumentara con el tiempo. En los ochenta, una forma de evitar esto era grabando el contenido de los discos en cassettes, los que, además, eran más fáciles de transportar. Es lo que hacía el Galleta, típico personaje ochentero de mis recuerdos, parroquiano infaltable del Paño Verde, billar ayacuchano que funcionaba donde hoy existe una discoteca llama Makumba o algo así y que, llegados momentos de gran estado de necesidad, procedía a malbaratar sus queridos cassettes. Momentos de necesidad esperado por los gallinazos como yo, que inmediatamente metían mano al bolsillo y se hacían con uno o más cassettes con contenido muy preciado: rock del bueno.
Y es que esa era una gran diferencia con lo que sucede hoy. En ese entonces existía la tara de la "exclusividad", es decir, cierta música era patrimonio exclusivo -y excluyente- de unos pocos privilegiados, los que habían podido comprar, o heredar de los hermanos mayores o tíos relativamente jóvenes, sus discos. Lograr que alguien te prestara un vinilo o te grabara su música en un cassette, era labor hercúlea, claro, no siempre, aunque generalmente la gente con el patrimonio musical más extenso tendía a ser precisamente la más hija de puta a este respecto.
Hoy no hay tal exclusividad. Hoy es fácil conseguir música, aunque sea en el infame MP3, sí, ese mismo formato que le quita calidad al sonido. Hoy, se me ocurre revisar viejas cajas con antiguas y preciadas posesiones y me doy de narices de buenas a primeras con algunos cassettes, los preciados Maxell de cromo o de metal, etiquetados con la ya casi olvidada letra del Galleta: Lado A, Boston, Lado B, Led Zeppelin. Pongo la cinta en el equipo algo anacrónico que tengo y esa maravilla de dos minutos que es Communication Breakdown me lleva a esos años de billar y batidas policiales, de fiestas en la tarde y toque de queda, de chupetas con cañazo y gaseosa en los huariques de Jr. Sol y muertos en la calle, de rock'n'roll en los oídos y bombazos donde menos lo esperabas. Ayacucho en los ochenta.
En medio del horror atemperado por la costumbre, los aullidos de Plant, Gillan o Jagger bien podían ser una buena compañía.
martes, 13 de noviembre de 2012
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