domingo, 17 de abril de 2011

Y llegó la Semana Santa

Manda la tradición católica que no se coman carnes rojas el Miércoles de Ceniza, todos los viernes de Cuaresma, y el Viernes Santo (algunos incluyen el Jueves Santo). Así que dicha tradición no entra en ninguna colisión con que el plato tradicional de esta temporada sea uno a base de carnes rojas: el chorizo. Valgan verdades, me revienta un poco el tener que esperar hasta esta época para poder disfrutar de un -o dos- plato de chorizo, así que de vez en cuando, no importa si es en agosto, junio o enero, convenzo a mi madre para que lo prepare.

Su ejecución es relativamente sencilla: carne de cerdo y de res, a partes iguales, molida y convenientemente condimentada, cocinada a la sartén con papas blancas y servida con una ensalada de lechuga, cebolla, zanahoria cocida y betarraga ídem. Una de las mayores maravillas que para mí existen es un gran bocado de algo de carne y lechuga. No sé si sea un mero transportarse a la infancia o es que simplemente es la cosa más deliciosa del mundo.

En Semana Santa, mi madre prepara este platillo una sola vez, así que no queda otra que buscarlo en restaurantes, huariques y kioskos callejeros que por estos tiempos semanasantescos proliferan en esta sufrida pero disfrutable ciudad.

Y... bueno, ahí lo dejo, salgo volando a buscar un choricito...

jueves, 14 de abril de 2011

Otra de mondongo

Domingo a la mañana. A la salida del cementerio, adonde Meda y yo fuimos llevando unas flores, se nos ocurre entrar a uno de los restaurantes que hay ahí, precisamente, en la llamada Alameda del Cementerio. Es domingo pues, y como no puede ser de otra manera, nos pedimos un par de platos (¿o deberíamos llamarlos tazones?) de mondongo. El mío con todo, es decir, con la hierbabuena, el perejil, el ají, el limón y el coloradito. Meda lo prefiere sin este último, con lo cual el rico mondongo se convierte en una prosaica patasca huanca pero, en fin, tampoco nos vamos a poner regionalistas. La cantarina conversación se va acompasando, a medida que las cucharas van cumpliendo su labor de ir disminuyendo poco a poco el humeante contenido de los tazones, ya lo dijo no sé quién: el silencio es la mayor prueba de que el combo está buenazo. Entre el ir y venir de los bocados, casi no nos damos cuenta que entra una señora al restaurante y se acerca a la mesa de al lado. Toda una matrona huamanguina, debe estar de luto, a juzgar por lo oscuro de su pollera, su chompa y su sombrero, hace rato que ha sobrepasado la condición de cincuentona. Meda es la que está más cerca, así que a ella se dirige: "buenos días señorita, ¿este es el restaurante de Mama Juanita?" La verdad es que esta es la segunda vez que vengo al lugar. La primera me trajo también Meda y creo que me estoy aficionando. Así que no estoy en condiciones de responder a la pregunta de quién es la propietaria del local. Meda sí y su respuesta es afirmativa. Sólo ante el monosílabo es que la señora decide sentarse. Viene el mozo, la señora repite la pregunta, el muchacho dice que sí y recién la dama pide su respectivo plato tazón. Como quien se dirige a nosotros y al mismo tiempo no lo hace, la señora comenta que pidió un mondongo "una cuadra más arriba" y le sirvieron un plato donde entre los granos de maíz campeaba medio clandestinamente algo de... ¡sémola! Indignada, alzaba la voz la señora, "¡yo también sé hacer el mondongo y nunca, nunca le he echado sémola, eso no se hace!". ¡Sémola!, pienso yo, ¿a quién michi se le ocurre? Y es que no, no se trata de fundamentalismo, simplemente hay cosas que no se pueden hacer pues.