martes, 13 de noviembre de 2012

Nostalgias II

Hoy, con el auge de Internet y el MP3, causa sentimientos encontrados recordar que alguna vez pasaron por nuestras manos discos de vinilo y cassettes. Con algunos pocos botoncitos fáciles de usar, selecciona uno rápidamente una canción de entre decenas (o centenas) que caben en el CD, el reproductor de MP3, el celular, la computadora o etc., y provoca hasta gracia recordar que si uno quería escuchar la tercera canción de un larga duración de vinilo (sí, el long play o LP), debía tener el pulso suficiente para levantar con el dedo el brazo con la aguja del tocadiscos y dejarlo aterrizar en los surcos -algo más separados que los demás- que marcaban la frontera entre el segundo y el tercer track. Más dificil con el cassette, había que adelantarlo y retrocederlo varias veces hasta poder hallar el punto exacto en que comenzaba una canción. Y si la cosa era con Walkman, el ahorro de las baterías exigía hacer la operación de Cue o Review con un lapicero Faber Castell de lados facetados, ideal para darle vuelas al cassette hasta hallar el punto adecuado.


Uno de los principales problemas con los vinilos era que el constante rozar del metal con el plástico deterioraba estos, haciendo que su crepitar aumentara con el tiempo. En los ochenta, una forma de evitar esto era grabando el contenido de los discos en cassettes, los que, además, eran más fáciles de transportar. Es lo que hacía el Galleta, típico personaje ochentero de mis recuerdos, parroquiano infaltable del Paño Verde, billar ayacuchano que funcionaba donde hoy existe una discoteca llama Makumba o algo así y que, llegados momentos de gran estado de necesidad, procedía a malbaratar sus queridos cassettes. Momentos de necesidad esperado por los gallinazos como yo, que inmediatamente metían mano al bolsillo y se hacían con uno o más cassettes con contenido muy preciado: rock del bueno.

Y es que esa era una gran diferencia con lo que sucede hoy. En ese entonces existía la tara de la "exclusividad", es decir, cierta música era patrimonio exclusivo -y excluyente- de unos pocos privilegiados, los que habían podido comprar, o heredar de los hermanos mayores o tíos relativamente jóvenes, sus discos. Lograr que alguien te prestara un vinilo o te grabara su música en un cassette, era labor hercúlea, claro, no siempre, aunque generalmente la gente con el patrimonio musical más extenso tendía a ser precisamente la más hija de puta a este respecto.

Hoy no hay tal exclusividad. Hoy es fácil conseguir música, aunque sea en el infame MP3, sí, ese mismo formato que le quita calidad al sonido. Hoy, se me ocurre revisar viejas cajas con antiguas y preciadas posesiones y me doy de narices de buenas a primeras con algunos cassettes, los preciados Maxell de cromo o de metal, etiquetados con la ya casi olvidada letra del Galleta: Lado A, Boston, Lado B, Led Zeppelin. Pongo la cinta en el equipo algo anacrónico que tengo y esa maravilla de dos minutos que es Communication Breakdown me lleva a esos años de billar y batidas policiales, de fiestas en la tarde y toque de queda, de chupetas con cañazo y gaseosa en los huariques de Jr. Sol y muertos en la calle, de rock'n'roll en los oídos y bombazos donde menos lo esperabas. Ayacucho en los ochenta.

En medio del horror atemperado por la costumbre, los aullidos de Plant, Gillan o Jagger bien podían ser una buena compañía.



Nostalgias I

Como todo el mundo sabe, los recuerdos tienen textura, sabor, olor, temperatura. Mi más precisado ejemplo: cada vez que llueve sobre tierra suelta, se desprende un olor a tierra mojada que inevitablemente me lleva a mis 8 o 9 años de edad. En esa época, un día que no puedo precisar, iba camino a la casa de Mama Antu, mi querida tía, en la entonces Urbanización Las Nazarenas, hoy convertida en el distrito de Jesús Nazareno, cuando empezó a caer una fina llovizna. El polvo del suelo se empezó a levantar, pero no mucho, dando paso a un olor a tierra húmeda que no he llegado nunca a -ni intentado jamás- olvidar. Siento que ese es el olor de mi infancia. Cada vez que llueve sobre tierra suelta, repito, el olor me dice que soy niño otra vez y estoy yendo a casa de mi tía Antonia, quién sabe con qué encargo de mi madre.


Y ya que estamos en música, tengo otro recuerdo oloroso. Cursaba mis años universitarios limeños allá a inicios de los noventa. Con mi compadre el Peparias nos propinábamos unas trancas fenomenales de sábado de las que convalecíamos el domingo por la mañana en su pequeño departamento. En cierta época, no sé por qué razón, era inevitable entre el ardor de la resaca escuchar a Mick Jagger y compañía tocando Time Waits For No One en un bastante trajinado cassette. Como es de dominio público, hay una costumbre en ciertos sectores limeños de desayunar tamales los domingos. Pues eso es lo que hacíamos: mientras oíamos a los Stones, nos empujábamos el rico tamal, uno de esos grandes, rellenos de chancho o pollo, con su salsita criolla y su pan francés de acompañamiento.

Desde entonces, en mis oídos -yo me entiendo- Time Waits For No One sabe a tamal de domingo. Tanto como Don't Stop Me Now de Queen sabe a pisco con limón cortado un día antes y Child in Time de Deep Purple a vodka con gelatina de naranja sin cuajar. Pero esas son otras historias.

sábado, 4 de febrero de 2012

Extrañando al marañón

Hace muchos años, en la lejana época en la que salía de la infancia, aún Huamanga era una ciudad algo dormida. La carretera hacia la costa era una terrible trocha que significaba un larguísimo viaje para llegar a la costa y aún a otros lugares. Así, a Huamanga no llegaban, por ejemplo, muchas frutas de afuera, como ahora. A lo más manzanas, plátanos, naranjas, piñas y papayas, las que sumadas a las frutas de aquicito nomás, como pacaes, guindas, capulíes, tunas, lúcumas, chirimoyas, etc., conformaban nuestro esmirriado paisaje frutal.

Y en esa escasez, recuerdo con mucho cariño el marañón. Fruto entre rojo y amarillo, parecido a un pimiento, que lucía una excrecencia en un extremo, parecido a un riñoncito, era una verdadera delicia si es que no abusabas de él. Su jugo dulzón y a la vez algo cítrico podía generar una sensación de resequedad en la boca, castigo astringente para el que se empujaba más de dos marañones.

Hoy, que el VRAE se ha llenado de cultivos de café, cacao y coca, pareciera que esta fruta ha desaparecido. Hoy, la oferta frutal en Huamanga ha aumentado exponencialmente, en cualquier carretilla o mercado se encuentra variedad que frutas que es un placer. Pero yo, sigo extrañando al marañón...


La foto la saqué de aquí.

viernes, 12 de agosto de 2011

Nostalgias huamanguinas


Hace poco un amigo subió a su página de Facebook una serie de fotos de Huamanga durante la primera mitad del siglo XX. Fue interesante ver cómo varios de los comentarios que suscitaron las fotos se fueron hacia el lado de la nostalgia. Nostalgia por un mundo tranquilo, de calles empedradas, de iglesias deteriorándose "majestuosamente", sin mototaxis, ambulantes, contaminación, inseguridad, congestión y demás problemas propios de nuestros días. Y es que hay una idealización actual de la Huamanga que se fue, fenómeno nada desconocido en otros lugares, en el que al volver la vista atrás se ve un mundo casi bucólico donde todo era mejor y al que, de alguna manera y secretamente se quisiera volver.

Sin embargo, habría que preguntarse qué tan mejor era. La Huamanga previa a la reapertura de la UNSCH, la que aún no había sido afectada por la Reforma Agraria y que ni se imaginaba la tormenta que a partir de los años 80 la azotaría, era el hogar de una sociedad altamente estamental, pacata, mojigata, ignorante, con élites que nunca se asumieron líderes, donde eran normales las formas de esclavitud que suponían los pongos y los semaneros y que aún hoy perviven en el trato a las empleadas domésticas. Una sociedad tan estúpidamente dividida que cuando el misti pasaba por la vereda, el campesino debía bajarse de ella y darle paso, sombrero en mano.

Hoy, vivimos en una ciudad muy desordenada, con grandes problemas, contaminada y mal administrada por sucesivas gestiones municipales desastrosas y corruptas. Pero son problemas que tienen arreglo pues. Al menos la mojigatería y las formas propias de una sociedad estamental ven sus últimos rezagos a punto de desaparecer, aunque quedan aún formas aberrantes de discriminación. Hoy tenemos ventanas abiertas al mundo, como esta que estoy utilizando en este momento. Hoy el hijo del campesino es ya un abogado prominente. No hemos llegado a la meta en cuanto a inclusión se trata, pero al menos estamos en camino. No vivimos una democracia plena, pero cada vez son menos los imbéciles discriminadores.

Así pues, a esa tranquilidad bucólica, propia de un cementerio, de los primeros años del siglo XX que tanto añoran algunos autodenominados "verdaderos" huamanguinos, que ni siquiera viven acá y solo vienen de vez en cuando a llorar los oropeles perdidos, prefiero mil veces la Huamanga de ahora. Esta Huamanga desordenada pero pujante, sucia pero viva, mal administrada pero alegre.

Ser ayacuchano hoy es algo complejo y hay que construir ese ser excluyendo la exclusión, si se me perdona la redundancia.




* La fotografía que ilustra este post la obtuve de la página en Facebook de mi amigo Jaime Pacheco.

lunes, 25 de julio de 2011

El entrañable Mercado Central huamanguino

Cada vez que viajo a algún sitio nuevo, me encanta ir al mercado. En los mercados del Perú suelen haber puestos de comida, artesanía, jugos de frutas, etc. Creo que son buenos indicadores -compendios diría yo- de lo que son las ciudades en general. Por ejemplo, me gusta mucho el Mercado de Cuzco, el que queda frente a la estación del tren. Tiene una sección de flores que es una maravilla y su sección de comidas, sobre todo de caldos, es genial. Lástima que no brille por su limpieza en general y ese es el punto flaco.

En Ayacucho tenemos un mercado que ha cumplido ya los cien años. Nombrado Andrés Vivanco en honor a algún burócrata de hace muchos años, es un lugar al que siempre me gusta ir. Más allá de los puestos de aves, de carnes, de verduras y frutas, tiene una sección de refrescos que es muy surtida: además de las infaltables chichas de jora y de maíz morado, hay refrescos de níspero, de habas, de maní y de etc. Justo al lado un par de puestos de muyuchi, esto es, de helados hechos a la manera antigua, es decir, de la forma en que se hacían los helados cuando en esta noble ciudad no había luz eléctrica y menos congeladoras: con un recipiente grande con bloques de hielo que se traían del Apu Rasuhuillca y otro más pequeño dentro, con la señora muyuchera dando vueltas a este, donde se han puesto los ingredientes. Es lo máximo ver como el helado se va formando en las paredes internas del recipiente a medida que este va dando vueltas. Acompañar este helado con unos bizcochitos de yema comprados en, cómo no, la sección panadería, donde hay chaplas, bizcochos, bizcochuelos y huahuas que es un festival, es lo máximo.

También tiene el mercado su sección artesanía, el cual va cambiando de mercadería de acuerdo con la temporada. Es una cosa viva, vivísima, donde se pueden comprar chompas de alpaca en invierno, tinyas, quenas y guitarras en carnaval, ponchos teñidos con nogal todo el año y toda la variedad de artesanía que esta tierra de artistas puede producir. En la sección jugos acostumbro últimamente tomarme uno de piña con siciliana, buena para el hígado, que a estas alturas de la vida ya quiere pasarme factura. Puede también uno reemplazar el almuerzo con un jugo especial, ese que es una acumulación deliciosa -y pesada- de frutas, leche, huevo, miel y su toque de cerveza negra, si quieres. También me gusta mucho el de piña con naranja.

La sección de combo es lo máximo. En el desayuno puedes ir al puesto de una cajamarquina que todos conocen, un café con leche y una chapla enorme con huevo puede sonar prosaico, pero vayan y prueben pues, a ver qué dicen. En la extensión del mercado, es decir en la parte que da a Santa Clara y que no forma parte del edificio principal, hay tres o cuatro puesto de chicharrones. Espectaculares. Con Chicho y Choli acostumbrábamos en cierta época ir a uno de ellos con una bolsa de chaplas y una botella de vino que la vendedora admitía por ser clientes viejos... En el siguiente pasadizo están las vendedoras de mazamorra. No soy muy dado a ellas, ni el arroz con leche ni la mazamorra morada ni las de nísperos o manzanas o duraznos me llaman la atención. Solo una: la llipta. Una mazamorra de un color marrón poco apetecible, pero a la que hay que asaltar a cucharazos para saber lo que es bueno. Hecha de un maíz especial, es la única mazamorra del mundo que me quita el sueño. También hay puestos de cuyes, puca, caldos de gallina, cordero, cabeza, mondongos, en fin, un mundo.

Sé que en varios lugares hay proyectos de remodelación de mercados, de "puestas en valor" para efectos turísticos. Como saben quienes me conocen, el turismo me importa poco o nada, detesto a esa hordas mayoritariamente ignorantes que toman Huamanga por asalto sobre todo en Semana Santa. Pero creo que el Mercado Central debe recibir más atención. No para el disfrute de los turistas sino para el nuestro. Debo decir con orgullo que este es más limpio que el del Cuzco (sorry, amigos cuzqueños), pero igual necesita una "puesta en valor" para constitutir uno de esos lugares de encuentro que todo pueblo se merece.

Mientras tanto, sigo disfrutando del mercado este, aunque sea solo con el pretexto de comprar algún precocido en el puesto de la señora Lucía Gallo (al lado de la Ermita), que siempre saca de apuros cuando no hay mucho tiempo para cocinar y necesitamos algunas menestras o patitas o panza de res ya cocidas para el rico almuerzo...

De lo militar en la vida civil, o felices fiestas

Se acercan Fiestas Patrias y, para variar, se ha de organizar el Desfile tradicional con tal ocasión, con banda militar, paso de ganso y todo. Y como siempre, me pregunto, ¿no hay maneras, digamos, más civiles de celebrar nuestra independencia? ¿Es este el país solo de Grau, Cáceres y Bolognesi? ¿No es también el país de Mariátegui, González Prada, Palma, Vallejo, Varela, Ribeyro, Vargas Llosa, Lolo Fernández, López Antay, Cubillas, Lucha Fuentes, Claudia Llosa, Watanabe, Gastón Acurio, García Zárate y un largo y casi interminable etcétera?

Pareciera que la lógica militar ha secuestrado el concepto de Patria, al punto que solo podemos celebrar con marchas militares, paso de ganso, escoltas y demás parafernalia militarista. Y lo peor es que dicha lógica ha calado en nuestra mentalidad al punto que solo podemos entender la disciplina como la impuesta verticalmente, que nace de una obligación externa más que de una autoimpuesta. Recuerdo hace unos pocos años, cuando una profesora de un colegio nacional emblemático de este sufrido Ayacucho me contaba que unos cincuenta alumnos de la promoción pasarían el fin de semana en el cuartel "para que aprendan lo que es la disciplina".

Así que eso. Es una necesidad, creo yo, que empecemos a ver las cosas un tanto más civilmente. Las Fuerzas Armadas no son "instituciones tutelares", porque la tutela solo la precisan los menores de edad y creo que, como nación, no lo somos. Empecemos a celebrar nuestra nacionalidad y orgullo con concursos literarios, con corsos artísticos, folklóricos, con conciertos de rock, cumbia, huayno y jazz, con música, parrillada y chelas, con una fiesta, en fin, civil. No quiero decir que sustituyamos la fiesta militarizada, pero más peso a la vida civil pues, que es nuestra cotidianidad. ¿O nos alucinamos Esparta?

No es más patriota el que logra acompasadamente hacer un ángulo de 90 grados con sus piernas. Lo es el que se saca la mierda por este país, porque simplemente lo quiere, cotidianamente. Lo es el que asume que la corrupción, la discriminación y demás vainetillas -chicas y grandes- no son ningún adorno para ninguna nación sino todo lo contrario, lacras, baldones que hay que extirpar por amor a nuestra tierra y a nosotros mismos.

domingo, 17 de abril de 2011

Y llegó la Semana Santa

Manda la tradición católica que no se coman carnes rojas el Miércoles de Ceniza, todos los viernes de Cuaresma, y el Viernes Santo (algunos incluyen el Jueves Santo). Así que dicha tradición no entra en ninguna colisión con que el plato tradicional de esta temporada sea uno a base de carnes rojas: el chorizo. Valgan verdades, me revienta un poco el tener que esperar hasta esta época para poder disfrutar de un -o dos- plato de chorizo, así que de vez en cuando, no importa si es en agosto, junio o enero, convenzo a mi madre para que lo prepare.

Su ejecución es relativamente sencilla: carne de cerdo y de res, a partes iguales, molida y convenientemente condimentada, cocinada a la sartén con papas blancas y servida con una ensalada de lechuga, cebolla, zanahoria cocida y betarraga ídem. Una de las mayores maravillas que para mí existen es un gran bocado de algo de carne y lechuga. No sé si sea un mero transportarse a la infancia o es que simplemente es la cosa más deliciosa del mundo.

En Semana Santa, mi madre prepara este platillo una sola vez, así que no queda otra que buscarlo en restaurantes, huariques y kioskos callejeros que por estos tiempos semanasantescos proliferan en esta sufrida pero disfrutable ciudad.

Y... bueno, ahí lo dejo, salgo volando a buscar un choricito...