miércoles, 22 de julio de 2009

Algo de memoria chaplarrockera

No tengo la menor idea si los chicos de Bali que criaban gallos para hacerlos pelear y llegaron a ser protagonistas en el clásico "Notas sobre las riñas de gallos en Bali" del finadito Clifford Geertz, se sintieron en algún momento objetos de estudio. Para tomar un caso más cercano, no sé si la gente que baila y se emborracha y la pasa envidiablemente genial al pie del Tinka, durante el festival del Waswantu, en Colca, Víctor Fajardo, se sienta eso, objeto de estudio, cuando se aparece un etnomusicólogo como el buen Jhonatan Ritter y se dedica a observar, a tomar notas, grabar y todas esas cosas que hacen los etnomusicólogos.
Y es que los galleros de Bali hacen que sus animalitos se saquen la entremugre por diversas y muchas razones, ninguna de ellas creo yo concerniente a aparecer en un estudio antropológico. Lo mismo que toda la gente de Colca. ¿Y a qué viene todo esto? Bueno, a que anoche... me sentí un objeto de estudio. Veamos, antecedentes: allá por 1986, entre varios patas armamos algunas bandas de rock e hicimos algunas tocadas. No había búsqueda de trascendencia o cosa parecida, ni veíamos nuestra actitud como un acto de respuesta o qué sé yo a la violencia cotidiana que se había instalado en Ayacucho -aunque en el fondo pudiera serlo-. Las canciones eran elementales, misias diría yo, al menos mi grupo tenía un par de canciones con letras bastante tontas, creo. Pero lo bacán es que queríamos decir algo, aunque fuesen cojudeces, y pasarla bien. Y eso es todo.
Y entonces sucede que más de veinte años después, anoche precisamente, mientras nos preparábamos a ver una película en casa de Felipal, recibo una llamada en el celular. Contesto y de buenas a primeras me espeta una voz femenina todo un rollo de que había venido de Lima y buscaba entrevistar a la gente del Chapla Rock, y patatín y patatán. En los escasos momentos que transcurrieron entre el inicio de su rollo y mi respuesta... me sentí eso, un objeto de estudio, un volumen a definir, una composición química a determinar, una muestra bajo el objetivo del microscopio. Y realmente me jodió. Así que contesté con una simple mentira, afirmando no estar en ese momento en Ayacucho y que no sabía cuándo volvería, mientras, al mismo tiempo, pensaba en quién sería el cuentojepe, chismoso, que le había dado mi número de celular. Enviada al desvío la dicha científica social, no pude evitar algo de nostalgia, la cual alimenté al volver a casa y releer un texto que escribí por encargo de mi compadre Ludwig, que lo quería para insertarlo en un libro suyo. Allá va:

“No le di mucha importancia al hecho de ver objetos extraños surcando los aires del Cine Municipal. Es que, cuando estás en el escenario, hay cosas que pasan a segundo plano, y más aún esa vez, que era la primera que andaba trepado en uno, delante del ecran, aporreando la batería con unas baquetas que andaban ya astilladas por la performance de los bateristas de los grupos que nos antecedieron frente a las casi 800 personas que llenaban el cine, diciembre del 86. “Los tales objetos voladores resultaron ser trozos de las butacas de las tres primeras filas, hecho que ocasionó que termináramos completamente endeudados con la Municipalidad. Pero creo que pagamos con gusto. Primera vez que veíamos un pogo de tales dimensiones en Ayacucho. Primera vez que podías gritar cuanta cosa se te ocurriera por los altoparlantes (es que, para la policía, los rockeritos no pasaban de ser loquitos inofensivos que no iban a más, y tal vez tenían razón). Primera vez que se armaba una tocada subte en Ayacucho. “Fue algo así como una primavera, grupos que, en su mayoría, tenían la impronta de la poca destreza en el manejo de los instrumentos, sería por eso, tal vez, que la onda era hardcore elemental; bajo, batería, guitarra extremadamente distorsionada, tres acordes y a gritar lo que te diera la gana (algunos le metían teclados, cosa rara). Grupos con nombres tan sugerentes como Apocalipsis (la gente de mayor experiencia), Oxígeno (los apóstatas de la mancha, tocaban temas ajenos y melosos a la vez), Resurrección, NN Pies de Barro, Nicho Perpetuo, Crisis Nerviosa y Anatema (los chibolitos de la movida, tercero de media en el Salesiano). Grupos que, no sé, alguna explicación deben tener en ese contexto, Ayacucho en los ochentas, Sendero, Ejército, Policía y Rodrigo Franco sobre nosotros, muertos con letreros en los pechos, gente de la que nunca se volvió a saber más nada. “La primera tocada terminó con nuestro esmirriado presupuesto, pero no con las ganas, así que nos fuimos de gira, vale decir, nos fuimos en mancha a Huanta, donde ya nuestros patas huantinos habían pegado en las paredes los letreros de Chapla Rock Ataka Huanta. Tocada abortada, vino una patrulla del Ejército e impidió lo que iba a ser histórico también en la tierra de la lúcuma, había harta gente esperando afuera de Multiservicios Rivera. Estado de emergencia le dicen a eso. Dormimos en el parque y el regreso a Ayacucho sin pena ni gloria. “Meses después, cuando volví de mi primer semestre en una universidad limeña, la cosa seguía, pero con grupos diferentes, producto de la recomposición de los anteriores, salvo algunos supervivientes. Así que con el bajista de NN Pies de Barro, el guitarrista de Crisis Nerviosa, un baterista sin antecedentes y un servidor oficiando de gritante, armamos Atentado, grupete que tuvo una sola y memorable presentación en Los Portales, harta gente, pogo respetable y la sensación de que sí, ahí se estaba cocinando algo interesante. Pero, primero, murió por el nombre, pues alguien le gritó al baterista "¡terruco!" en la calle, por lo de Atentado, tras lo cual vino corriendo a mi casa con la precavida propuesta de cambiarnos el nombre. Y, segundo, las clases comenzaban nuevamente... “ (En: Huber, Ludwig. Consumo, cultura e identidad en el mundo globalizado: estudios de caso en los Andes. Lima: IEP, 2002).

Y para terminar, como saben todos, mi chochera la Trini es una antropóloga de polendas. Me gusta mucho su trabajo y varias veces la ayudé como asistente de investigación. O sea, he estado varias veces de este lado de la ventana. Pero anoche me sentí del otro lado pues...

domingo, 5 de julio de 2009

De comida cotidiana

En algún post anterior, escribí -en realidad, me dije a mí mismo- que este blog no pretendería ser uno de cocina huamanguina. Pero debo reconocer que este tema me atrae muchísimo. Justo hoy domingo, que Cochise y yo pasamos un rato por La Casita Blanca, el tema de conversación recayó precisamente ahí, la comida huamanguina. Para quienes no conocen el lugar, La Casita Blanca queda en la avenida Independencia, frente a la Casa del Campesino, y es ahí donde los domingos el gran Sajo, buen amigo desde los salesianos tiempos de la infancia, pone a disposición de la gente un adobo, un costillar, un seco con frijoles, entre otras cosas, que son para chuparse los dedos.
Así pues, entre chela y chela, Cochise, Sajo y yo llegamos a convenir en que la carta de los restaurantes de comida tradicional ayacuchana -acá mismo, en Huamanga- ofrece solo la punta del iceberg: cuy frito, chicharrones, adobo, puca picante, qapchi, mondongo y para de contar. Sin embargo, si uno se fija en la vasta variedad de platos cotidianos, es decir, esos que se sirven a menudo en las casas y que jamás de los jamases encontraremos en, digamos, La Casona o el Urpicha, se llega fácilmente a la conclusión de que hay un amplio mundo que está siendo obviado.
Veamos. Algunas de las cosas más ricas que se comen por estos lares son los teqtes, guisos de vegetales que por regla general llevan siempre queso en la preparación. El de arvejitas es el clásico y es una maravilla increíble, sobre todo si se ha preparado al calor de un fogón de leña y en olla de barro. Parientes cercanos del teqte son los llamados ajiacos. El de ollucos es una delicia que los huamanguinos, al parecer, nos reservamos sólo para nosotros. Súmense a ellos los picantes como el de chuño, el de quinua y el de ataju o atajo, y el abanico se va abriendo de a pocos pero resueltamente.
Sin embargo, tal vez el que más emoción local me despierta sea el rubro de las sopas. Al clásico patachi, contundente sopón de trigo con col, harta hierbabuena y carne vacuna u ovina, se le unen diversos chupes -grupo de sopas caracterizado por la presencia de queso y leche en su confección- como el de oca, de fascinante sabor dulzón, y el de ollucos, debilidad de mi padre que, por cierto, no es ayacuchano, sino alguien que vino de la más o menos lejana Jauja cuando la reapertura de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, de eso hace exactamente cincuenta años, pero esa es otra historia. Volviendo al tema, acá va lo que más me gusta en este mundo: la sopa de siete semillas. Por siete semillas se conoce acá una mezcla de cereales y otros, tostados, como maíz, garbanzos, quinua, quiwicha, arveja, trigo. Bueno pues, la sopa hecha en base a esta mezcla, sobre todo si en la fórmula se incluyen unos buenos pedazos de charqui de carnero, es para mí la mayor gloria. Y sopas de este tipo hay muchas: de arvejas, de trigo, de morón, de quinua, etc., etc., etc.
Puedo entender que el paladar huamanguino sea bastante especial, de forma tal que la cocina regional pueda no ser entendida por los foráneos, sean costeños, selváticos, de otros lares serranos, extranjeros, etc. Por ello, no me hago problemas si es que los restaurantes dirigidos al consumo de los turistas no pasen más allá de los antedichos puca picante, qapchi y cuy frito. Pero lo que no me cabe en la cabeza es por qué hasta ahora ninguno de los restaurantes dirigidos a lo que llamaremos el mercado interno se ha fijado en este filón. Chupes, picantes, teqtes son patrimonio exclusivo de la cocina doméstica y eso es algo que jode. Por ejemplo, a mí me gustaría probar otras sazones, más allá de las de mi mamá, de la de mis tías y de la de las mamás de los amigos.
En fin, que alguien se anime pues, le aseguro que la clientela está asegurada. Parece que el buen Sajo está empezando a transitar ese promisorio camino, recién a nivel de los menúes económicos que sirve de lunes a viernes. Bien por él y bien por nosotros.